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TAL CUAL / Héctor Concari / Martes 01 de Enero
Road movie before Castro
Columna: Día de Cine
Antes de ser carne de franela y pigmento de mural, el Che fue un ser humano llamado Ernesto. Su primer gran aventura a los veinte años fue recorrer esa América Latina que lo obsesionaría hasta el límite de la autodestrucción. Para nuestra fortuna su diario de viaje, relatando el periplo que lo llevaría de la Argentina de Perón por el Pacífico hasta la Venezuela de los cincuenta quedó registrado en un libro extraordinario, ahora adaptado al cine. Diarios de motocicleta. Porque el Che, pésimo estratega, peor ministro y político autodestructivo, era una buena pluma (prueba última de la grandeza). Ahora bien, las motos y el cine encuentran su punto de fusión en Norteamérica hacia los sesenta, esa época de la que el futuro Che sería icono. Los mitos de la potencia vencedora comenzaban a empantanarse en Vietnam, la cultura establecida hacía aguas y un territorio, cultural antes que geográfico, comenzaba a ser explorado. Easy Rider capturó ese momento para la pantalla, a través de las peripecias de dos hippies que atravesaban unos Estados Unidos que cambiaban o que sufrían la ilusión del cambio. Ese tipo de cine se llamó Road Movie y fue un testimonio existencial que relataba el viaje como cambio. Curiosamente Latinoamérica no tuvo road movies, tal vez porque el prometido cambio de los sesenta nunca tuvo lugar (y nos toque padecer caricaturas de él). Los caminos del cine son tortuosos, el Che Guevara, vuelve de su futuro que ya es pasado, a visitar en el siglo 21, un territorio que lo parió como mito del siglo anterior, envuelto en los ropajes de un género esencialmente americano. Con la globalización hemos topado, che. Walter Salles (el mismo de Estación Central) sabe captar la esencia narrativa y aventurera del diario original. Deja que la anécdota transcurra, haciendo de la ruta una línea narrativa, sin intentar extraer grandes conclusiones, porque asume, claro, que el espectador conoce el mito, y la película que es su preludio, no necesita enfatizar lo obvio, que el futuro Che tomaba riesgos, que su madre era una figura esencial en su vida y que la verdad -la suya, por lo menos- lo iba consumiendo rápido y desde temprano. Por eso la película nos ahora la pompa -peligro último de cualquier biografía-. Se instala en ese territorio anterior a la grandeza, cuando los hechos que luego se leerán al calor del mito tenían la simplicidad de lo que aún estaba por descubrir. Salles escamotea la facilidad de la conexión con el futuro guerrero, elige hablar de Ernesto y del Che, asumiendo que el espectador puede imaginarse al segundo dentro del primero. Termina la película y uno siente que ahí termina la vida personal del Che, porque lo que luego sigue dejará de ser peripecia para ser Historia, y que algún día este viaje sería visto como iniciático. Punto de partida de un mito que lo pondría a salvo de sus mismos errores, porque a nadie en su sano juicio de corrección política, se le ocurre hablar mal del Che, y menos de su predecesor Ernesto. Después vendrían las malas juntas.