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NEW YORK FILM FESTIVAL / Javier Guerrero, New York University/ Gran Cine / Martes 01 de Enero
La escena originaria de Lars von Trier (I)
La escena originaria de Lars von Trier (I)
El film "Antichrist" del director danés se presentó en el New York Film Festival
El niño de las uvas Es un día caluroso, húmedo. Amenaza con llover. Resulta difícil respirar. No sé cómo vestirme, si llevar paraguas o no. Prefiero algo cómodo. No creo que finalmente llueva. Quizá una que otra gota. Hay sesenta y siete grados fahrenheit pero se siente como si hubiera ochenta. Tomo el metro para acercarme al festival. Hoy se proyecta el film de Lars von Trier. El tren llega a la estación. Me monto. El trayecto dura doce minutos, con suerte diez. Llegaré a tiempo. Salí de casa un poco tarde pero ya estoy en tránsito. Advierto, una vez más, que me cuesta trabajo respirar. En el vagón, una mujer le da de comer a su hijo. Ella, sentada, ubica frente a su propio cuerpo el cochecito del bebé. El niño está bien sujeto por diversas correas y ha tomado la bolsa de uvas que, hasta hace poco, su madre sostenía. El niño engulle las frutas. Temo que se ahogue con alguna. Son uvas grandes, pero él bebé parece tener cierta habilidad, se nota la pericia. A todos los que viajamos en el vagón, nos llama la atención la escena. El niño sonríe y le devuelve los gestos a quienes lo saludan o hacen cualquier señal amistosa. Mientras la madre parece arreglar su bolso o buscar algo en él, el niño le sonríe a una mujer que sigue con atención cada uno de sus movimientos. La mujer celebra la placidez de la infancia. Entonces veo que la madre comienza a cortarse las uñas en pleno vagón. No es una escena que parezca ocurrir a menudo en el metro de Nueva York, quizá me resulta un tanto inapropiada, pero de inmediato me compadezco de ella. Resulta obvio que tiene tan poco tiempo para sí misma que cualquier distracción del niño es suficiente para emprender los rituales que en otros tiempos, de seguro, eran estrictamente privados. Se nota que es una madre abnegada. La dulzura con la que trata al niño no deja mayores dudas. El cortaúñas sigue perforando, su sonido es hueco. Veo, entonces, que el niño descubre a la madre en pleno ejercicio de la manicura. El rostro del bebé se coagula. Un grito está por salir. Su cara demuestra sufrimiento, como si experimentara un dolor agudo, inesperado. Cuando finalmente el grito quiere brotar, cuando está a punto de liberar un llanto conmovedor a causa de un dolor insoportable, el niño se detiene. Cambia de parecer. La cara retoma los gestos de antes, amables, el niño plácido vuelve a las uvas, las mastica y traga con facilidad. No sé si la madre se percató del gesto pero, al menos, yo lo hice. El niño entonces vuelve a echar un vistazo al ritual materno y, ahora, pone cara de asco o, más bien, se eriza ante el posible dolor de ella. Le resulta desagradable pero no lo expone al peligro. Es, en todo caso, un dolor ajeno. Ante mis ojos, en pleno metro de Nueva York, el bebé ha dado un cambio. Las uvas reinan. El tren llega a la estación del Lincoln Center. Debo bajarme. Lo hago. Dejo atrás al niño, las uvas, las uñas y a su madre. Llego al teatro y entro a la sala. La función está por comenzar. Las luces se apagan y en la pantalla, aparece un gran cartel que dice “Lars von Trier”. Ha comenzado la hipnosis, la hipnosis danesa. La primera escena, la escena originaria Nieva. Ella (Charlotte Gainsbourg) se acopla con él (William Dafoe). En la ducha gozan. Disfrutan del sexo. Puedo observar cómo la penetra. Veo la penetración. En blanco y negro, en cámara lenta. Un aria de Handel acompaña los movimientos. El agua los salpica, afuera nieva. Es una tormenta invernal. Ellos continúan la experiencia de los cuerpos. El niño, Nic, está en la cuna. Sus padres tienen sexo. El y ella han pasado de la ducha a la habitación. Una botella de agua cae. El hombre se inmiscuye en ella, se hunde en su centro. El agua se derrama. Ella goza. El también. El niño abre la cuna, se sale de ella. Nieva mucho. El jadeo del sexo, aunque no lo escucho, parece llamar su atención. La lavadora está encendida y las prendas de vestir nadan de forma circular dentro de la máquina. Nic llega al cuarto de sus padres. Ella y él siguen extáticos. Sobre la cama se entrelazan. Las contorsiones, la cadencia. El niño se detiene frente a la puerta de la habitación. Ve a sus padres teniendo sexo. El niño se regresa. La escena le impide atravesar el umbral. El hombre desea, la mujer también. La botella ha caído al piso. El niño lleva en su mano el oso de peluche. Se acerca a la ventana. Observa la nieve. Siguen los cuerpos en plena acción. El niño se monta, se asoma y salta. Los padres llegan al orgasmo. Nic va cayendo desde las alturas lentamente. El oso lo acompaña. Su cuerpo finalmente choca sobre el pavimento ya cubierto totalmente de nieve. La sangre oscurece el manto blanco. El y ella detienen la marea de sus cuerpos. El niño, destrozado, se cofunde con la nieve. El cuerpo del oso se desarticula. La lavadora termina su ciclo. El film de Lars von Trier no deja a nadie indiferente. Por lo menos, cincuenta espectadores se salieron de la sala cuando la película apenas llegaba a la mitad. No son pocos si se tiene en cuenta que se trata de un público sofisticado, que no ha sido engañado ni ha llegado hasta acá ingenuamente. Vino al New York Film Festival a una película de Von Trier, las cuales no siempre son fáciles de ver… Desde su reciente presentación en Cannes, la crítica también ha estado dividida. El jurado ecuménico del famoso festival francés, le otorgó a Von Trier, el anti-premio especial por considerar su Antichrist como la película más misógina del director danés, quien por cierto se autoproclamó —provocadoramente― como el mejor cineasta del mundo. El film polemiza por muchas razones: por su misoginia, por presentar escenas sexuales explícitas, por atreverse a representar temas tabúes pero, en especial, por las duras secuencias de crueldad, mutilación, y martirio que prevalecen en la última media hora. Tras el accidente, la pareja está destrozada. Especialmente, ella ―de quien nunca conocemos su nombre ni tampoco el de su esposo―. Durante el entierro del cuerpo, sufre un desmayo y debe ser hospitalizada. La depresión la consume, pasa un mes en el hospital sin noción de tiempo. Su esposo es psicoterapeuta y está muy alarmado por la cantidad de medicamentos que le suministran. Vuelven a casa. Comienza el duelo. El dolor de ella es profundo, la lleva a experimentar ataques de pánico (hiperventilación, sudor, palpitaciones, temblor). El quiere ayudarla a salir del estado en que se encuentra. Deciden ir a una cabaña que tienen en el bosque, lugar que le causa a ella un temor que debe vencer. Ella ha estado trabajando en su tesis doctoral, no concluida, titulada “Ginocidio”, que explora diversas prácticas ancestrales perpetradas en contra de la mujer. Este es justamente el tema del film. Antichrist narra el retorno del cuerpo femenino, la irrupción de su rabia, para perpetrar el castigo al género del victimario, castigo que finalmente constituirá una pulsión autodestructiva. El film comienza con la escena originaria. Para la teoría psicoanalítica, se trata de la escena sexual una vez que ha sido observada por el niño, quizá fantaseada por él, que en general la interioriza como un acto de violencia del padre hacia la figura materna. Este evento coronado por la muerte de Nic detona en el film, a su vez, la escena originaria de violencia femenina que almacenada en el hombre llegará a sus últimas consecuencias en esta película. Freud considera que esta escena pertenece al pasado del individuo que aunque puede ser del orden del mito, está allí antes de toda significación aportada posteriormente (Laplanche y Pontalis). El accidente que narra la película asocia la muerte del niño con la escena originaria, la sexualidad de sus padres. La mujer, presa de severos ataques de pánico, buscará consuelo en el acto sexual violento, intempestivo. El hombre intenta curar sus síntomas y en cierto aspecto lo logra, pero finalmente despierta el rencor y la naturaleza de la mujer. El hombre, la pulsión sexual masculina, es intrínsecamente destructiva. Ella es llamada por su especie -¿Satanás? ¿su naturaleza?― para resarcir los padecimientos de mujeres quemadas, torturadas, abusadas históricamente por el género masculino. El film descubre un secreto. Luego de la trágica muerte de Nic, el hombre recibe la autopsia que se le ha practicado al cadáver de su hijo. No hay mayores noticias, sólo una malformación de los pies que no había sido detectada antes. En la cabaña, hay fotos de Nic. El hombre las repasa y advierte algo perturbador. En todas ellas, el niño lleva los zapatos al revés. El niño fue obligado sistemáticamente a usarlos de esta manera. La madre, quizá sin querer, ha impuesto un ritual de tortura. Un recuerdo de ella, muestra a Nic llorando mientras lo calza a la fuerza. Ella le da cuerpo al género violentado, quemado, abusado y temido. El, su esposo, es por el contrario un hombre comprensivo, tolerante, que se resiste a maltratarla cuando ella lo pide y está dispuesto a sacarla de ese hoyo profundo en el que ha entrado. Pero es justo esto lo que obliga a detonar la escena originaria, inconsciente en el hombre y fantaseada por la mujer. El hombre comienza a experimentar apariciones, experiencias primitivas (¿alucinaciones?) que lo vuelven antagonista natural del género femenino. Tres animales mitológicos aparecen ante sus ojos: el ciervo, el zorro y el cuervo. En el film, todos son ejemplares femeninos. La cierva lleva colgado de su vientre una cría muerta, la zorra es sorprendida cuando devora a su propia descendencia, la cuerva anida en una madriguera. Estas apariciones atestiguan la naturaleza femenina que discute el film. Los animales hembra son llamados a la venganza, el predominio del instinto, pero finalmente ayudarán a cobrar la vida de ella y a imponer la pulsión destructiva masculina. La misoginia religiosa, especialmente la cristiana y la crueldad de la Inquisición, son claves para leer Antichrist. El film, dedicado a Tarkovski (Solaris), narra la expulsión del paraíso, el episodio bíblico del primer testamento, la caída. Pero el giro del film, polémico por demás, es el señalamiento de la mujer, o de sus pulsiones, como responsables del ejercicio de la crueldad masculina. Es la mujer quien pide ser maltratada, torturada, vejada. Ella ha trabajado en una tesis que no termina pero, en plena terapia en la cabaña, le comunica a su esposo sobre esta nueva idea. El se sorprende de este cambio e intenta disuadirla. Pero ella actuará, llevará a escena, todas sus pulsiones. Los ataques de pánico se vuelven un mecanismo de defensa. Mientras ella es presa de este sentimiento, no es capaz de hacer ni hacerse daño. Una vez curada, luego de superar los ataques gracias a la ayuda de su esposo, ella entonces lleva a cabo la venganza, el retorno de lo reprimido. Tortura a su esposo, golpea su zona genital, luego lo masturba hasta que eyacula sangre, le inserta una vara metálica en una pierna a la que atornilla un hierro pesado y se deshace de la herramienta —el alicate— que puede liberarlo. Todo esto en clave de horror… (La continuación de esta crítica será publicada el miércoles 6 de octubre).