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WWW.ELMUNDO.ES / Luis Martínez / Jueves 25 de Marzo
Muere Bertrand Tavernier, el gran humanista del cine europeo
Muere Bertrand Tavernier, el gran humanista del cine europeo

Director de una treintena de películas, crítico y sabio cinéfilo, su legado se extiende más allá de la pantalla al magisterio ético y exigencia de responsabilidad moral. Fue premiado en el Festival de Cannes, recibió cuatro premios César y un Bafta.

 

 

En la introducción a “50 años de cine norteamericano”, que el propio Bertrand Tavernier firmaba con Jean-Pierre Coursodon, escribía el primero que aspiraba a hablar de cine desde la trinchera contraria de la crítica normativa y reductora. Quería hacerlo desde "el entusiasmo", como afirmaba que había escrito (nada menos que) Víctor Hugo de (nada menos que) William Shakespeare. "Disfruto como un bruto porque, en este siglo, ese ejemplo de brutalidad resulta un buen ejemplo".

 

Tavernier vivía (antes que sólo hablar, escribir o dirigir) de cine, con el cine, por el cine y hasta contra el cine. Pocos directores han estado como él tan pendientes nunca del lenguaje al que abrió los ojos de la mano de Jean Pierre Melville (para el que trabajó como agente de prensa) desde un convencimiento tan cabal como ético. "Cada artista e intelectual", dijo en una ocasión, "tiene la responsabilidad moral de ser fiel a sus personajes, a su arte y a la verdad". Y añadió que esto se lo había inculcado su padre escritor, René Tavernier, un hombre comprometido con la Resistencia en Lyon y por tanto comprometido con la dignidad.

 

Y así fue siempre hasta el jueves que murió a la edad de 79 años en Saint-Maxime, en la Provenza, según ha anunciado el Instituto Lumière, que dirigía. Aunque se le asocia de manera mecánica con la Nouvelle Vague, su aproximación al que acabó por ser su oficio siempre fue desde un humanismo convencido y, en efecto, resistente. Y profundamente heterodoxo. Cuesta trabajo encontrar una constante en su filmografía porque lo quiso todo. Y todo lo pudo.

 

Entrevistarle, de hecho, no era fácil. En su hablar enérgico y su permanente gesto malhumorado las referencias cinéfilas más que simplemente surgir se tropezaban entre ellas. Y siempre desde el hombre, desde la casi religiosa compresión y acercamiento al ser humano. La presentación en San Sebastián en 2013 de Crónicas diplomáticas / Quai d’Orsay se convirtió de repente en una 'master-class' sobre la comedia clásica americana del mismo modo que Las películas de mi vida / Voyage à travers le cinéma français (2016) se aproxima al más brillante testamento que soñara nadie. Contaba el cine que vio y, de repente, era la vida la que se contaba a sí misma; era el cine que se transmutaba en tiempo.

 

Recorrer su filmografía se antoja algo así como repasar la historia del propio ser humano desde el cine. Y al revés. En los años 70 sienta las bases de su afán por no admitir definición alguna. El relojero de Saint-Paul / L’horloger de Saint Paul (1974), Que empiece la fiesta / Que la fête commence… (1975) y El juez y el asesino / Le juge et l’assassin (1976) son sus tres primeros logros en los que el retrato de época se pone al servicio del estudio de los personajes a la vez que el drama judicial se atreve a fundar una antropología desde los cimientos. La corte francesa del XVIII, las tribulaciones de un Estado en descomposición a finales del siglo XIX y la tranquila vida de una relojero asomada de repente al abismo, sólo tienen en común a un inmenso Phillipe Noiret. A él y a su voluntad de llevar la contraria a todo aquel que pensara que desde la fidelidad a la Academia no es posible hacer cine vivo.

 

Los años 80 arrancan en su frenética productividad con dos obras mayores. Incluso tres. Une semaine de vacances (1980), 1280 almas / Coup de torchon (1981), sobre la novela Jim Thompson, y, por encima de todo y todas, La muerte en directo / La mort en direct (1980), insisten en doblar la muñeca a cuanto clasificador normativo y reductor se acerque. Su cine navega igual y con gozo, como un bruto, por la novela negra, por el melodrama y por el estudio de costumbres. Es cine que devora cine tan consciente del legado de sus mayores atrincherados en Cahiers du Cinema como abierto a la voluntad de público y el deseo de simple narración de la tradición más genuinamente americana. Nunca antes Romy Schneider estuvo mejor y dolió más que en La muerte en directo. Y nunca después nadie como Nathalie Baye se acercó tanto a la melancolía como en Une semaine de vacances.

 

En la segunda mitad de esos mismos 80, Tavernier aspiró al clasicismo al que todo autor de época aspira. En Un domingo en el campo / Un dimanche à la champagne (1984) rindió homenaje a Jean Renoir y en la pautada improvisación alrededor del cineasta que mejor retrató la vida mientras pasa, él mismo se retrató a sí mismo con una meticulosidad de entomólogo. La ética del cine es la ética de Tavernier. Alrededor de la medianoche / Round Midnight (1986) es la reconstrucción de un cuento de Cortázar a la vez que el más bello suicidio nocturno alrededor del jazz, de Dexter Gordon, de Bud Powell y de Lester Young. Y así hasta tocar el cielo con el título más bello que ha dado el cine reciente: La vida y nada más / La vie et rien d’autre (1989) es el escenario de la gran comedia humana en plena Gran Guerra y la mejor descripción de cada una de las brutales contradicciones que nos definen.

 

En los 90, Tavernier sigue exactamente igual de fiel a sí mismo y a cada una de sus paradojas. En Nuestros días felices / Daddy Nostalgie (1990) impresiona por su desgarro; en Ley 627 / L.627 (1992) sorprende por su facilidad y sentido del vértigo al mezclar la ficción y el documental como anticipo de todos los que le imitarán después; en La carnaza / L’appât (1995) insiste tensar el drama hasta más allá de la violencia en una obra maestra en su brutal honestidad; en Capitán Conan / Caitaine Conan (1996) reescribe sin pudor y con sabiduría Senderos de gloria; y, por fin, en Hoy empieza todo / Ça commence aujourd’hui (1999) eso que el tiempo ha dado en llamar cine social desnuda hasta la vergüenza al sistema educativo francés. Nada se parece a nada y todo se parece a Tavernier.

 

A la vuelta de milenio quizá no estemos ante el gigante, pero el ser humano sigue. Su amor incondicional no tanto por el cine como por el amor al cine le lleva a homenajes al propio cine tan delicados como Salvoconducto / Laissez-passer (2002), a desmedidas adaptaciones de época como La princesa de Montpensier / La princesse de Montensier (2010) y a una divertida sátira política con alma de 'screwball' como Crónicas diplomáticas.

 

El diario La Croix, con el que colaboraba desde el año 2000, avanzó la noticia de su fallecimiento sin precisar la razón del deceso, y alabó su carrera, su generosidad y su gusto por la cocina y la literatura. Probablemente murió por la misma razón que vivió: por puro amor al cine, por responsabilidad moral incluso con la vida. Por eso, o por simple entusiasmo. DEP

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